La democracia y sus expertos

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Publicado en 16 enero, 2023

Desde hace tiempo que el debate constitucional chileno se ha visto marcado por los roles que los denominados “expertos” o “técnicos” han y deberán cumplir en el proceso de discutir y redactar la nueva carta fundamental. Independientemente de la posición específica que académicos, ciudadanos o políticos adopten, una pregunta es pertinente para todos: ¿cuál es el origen de esta contradicción democrática que exige la presencia de expertos y, simultáneamente, los rechaza? Existirían aquí profundas raíces históricas, remontándose hasta el “milagro” político occidental de la Grecia clásica y su régimen democrático.

Un punto de partida es la teoría política de la filosofía clásica. Platón, en el proceso de teorizar y bosquejar su polis ideal, establecía un riguroso proceso de segmentación y educación de la población libre, obteniendo en el plazo de 35 años un grupo selecto de “expertos” gobernantes o “filósofos-reyes”[1]. Para él, a diferencia de “la polis ignorante” democrática de sus tiempos, participar en política debía ir acompañado de un examen apropiado, tal y como un constructor debía acreditar su capacidad técnica para serlo.[2] Sin embargo, por mucho que “la polis de los constructores” resulte una propuesta sugerente, cabe recordar que este proyecto platónico fue inspirado por el impacto de una democracia ateniense que enjuició y ejecutó a su maestro Sócrates. Más aún, la polis platónica jamás fue real, haciendo de esta “polis experta” un ejercicio hipotético. El proyecto platónico no basta para entender esta contradicción teórica y práctica.

Frente a la “sabiduría política” platónica, la sofística ofrece una propuesta contraria a la especialización y expertise. Protágoras, por ejemplo, aplicó así la analogía ciudadana del flautista, afirmando que todos los ciudadanos debían conversar y enseñar sobre las cosas justas y legales, al modo como todos pueden aprender a tocar este instrumento: si bien unos serán más exitosos que otros, su mero ejercicio permitiría una capacidad mancomunada vastamente superior a la previa ignorancia generalizada.[3] La analogía musical no es casual, pues era central en la ritualidad coral de los ciudadanos, unidos todos en el canto rítmico que conforma su centro circular indisociable de sus diversos integrantes. La música de la democracia clásica era una fuente educativa de pluralidad e igualación ciudadanas activa y emocional[4]. Esta coralidad ciudadana aporta valiosas experiencias históricas para las actuales inquietudes intelectuales hacia nuestra democracia contemporánea: recuperar en política las pasiones y emociones que hacen de ella un fenómeno intensamente vivído y críticas del creciente fracaso e insatisfacción de los ascéticos principios deliberativos y agregativos vigentes[5].

Las competencias políticas se aprenden y enseñan para los sofistas de manera continua y difusa, a lo largo de una vida marcada por la asociación y la deliberación entre ciudadanos. Esta pedagogía política, lejos de refugiarse en academias y renegar de la imperfecta democracia antisocrática, promovió una “alquimia política” entre saber y práctica mediante las múltiples instituciones y funciones cívicas disponibles. En este sentido, la sofística y su audiencia democrática debían rehuír de la tecnificación y especialización de la política, pues la individualización unívoca del saber en democracia tan solo engendraría masas privatizadas, moldeadas por “expertos” muchas veces incompetentes o tiránicos, como Alcibíades o Critias (ambos, por cierto, discípulos de Sócrates). Los “políticos expertos” eran así una directa amenaza para la democracia directa, fundada en la suposición de que todo ciudadano era intrínsecamente igual en capacidades y cualificaciones para ser juez, concejal, comandante o presidente.

Sin embargo, el diario funcionamiento de las instituciones estatales clásicas necesitaban, como hoy, de especialistas. ¿Cómo fue que la Atenas democrática resolvió esta contradicción entre renegar de especialistas políticos y poseer un aparato tecnificado que permitiese una deliberación plural e igualitaria? La respuesta, incómoda por cierto para nuestras sociedades liberales presentes, fue la de un sistema de esclavos públicos, entrenados y perpetuados en ejecutar las diversas funciones que, en el caso de haberse encargado a ciudadanos libres, habrían sido consideradas una amenaza para su sistema participativo horizontal e igualitario. Secretarios, archivistas, policía, certificadores de pesos y medidas comerciales, eran entre otras las funciones que dependían por entero de personal no ciudadano excluido a perpetuidad del mundo político y cuya dirección quedaba bajo el mando electivo y temporal de un ciudadano libre, de quien, por cierto, no se esperaba que fuese un “experto flautista” de la virtud y la justicia. Para nuestro malestar idealista, la “cuna de la democracia occidental” resolvió el dilema de la expertise y la igualdad democrática interponiendo el manto ideológico del esclavismo[6]. No es casual que fuese un esclavo público aquél que entregó la cicuta a Sócrates: es la mano apolítica la que debe ejecutar sobre el ciudadano la pena capital decidida por otros ciudadanos, evitando así transgresiones de estos principios políticos hasta en la muerte.  

La ciudad de los constructores o de los músicos. Entre la denostada “opinología” del neófito y la sobrevalorada “expertise” de los ilustres estadistas, se abre una profunda fosa histórica que la democracia actual puede ignorar o reconocer. Es una decisión consciente con subsecuentes desafíos. Por un lado, la negación de especializaciones políticas puede engendrar un sistema incapaz de decisiones rigurosas en un sistema democrático pluralista, universal y representativo, germen, así de populismos y estados fallidos. Por otro lado, delegar el conjunto de la política en individuos poseedores de una especialización y experiencia consideradas como superiores amenazaría con convertir al colectivo plural democrático en un conjunto amorfo que, inversamente al caso griego, devendría aquella en una masa esclavizada por un selecto grupo de genuinos ciudadanos.

Desconfiar de los expertos es una dimensión paradójica pero consubstancial a la democracia desde sus raíces clásicas y desarrollos occidentales. Aceptando esta compleja tensión histórica y política entre conocimiento y poder, debemos cuidar de nunca homologar “expertos” con “política”, pues, al tratar de hacerlo, la ruidosa, desordenada y creativa alquimia de la política democrática se puede convertir en la eficiente pero estéril y violenta monografía de la tecnocracia, la oligarquía o la tiranía.


[1] Plat.Rep.496b-497a.

[2] Plat.Gorg.514a-b.

[3] Plat.Prot.327a-c.

[4] Ismard, P., Azoulay, V. (2022), Athènes 403. Paris, Flammarion.

[5] Mouffe, Ch. (2014), Agonística: pensar el mundo políticamente. Buenos Aires, FCE.

[6] Ismard, P. (2019), La Cité et ses esclaves. Institution, fiction, expérience. Paris, Le Seuil

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