La interpretación de la nacionalidad chilena en la Convención

Publicado en 24 febrero, 2022

La crisis migratoria en el norte del país, las demandas de comunidades indígenas por espacios de participación política reservados en la discusión constitucional, así como la norma recientemente aprobada en la Convención Constituyente definiendo a “Chile como un estado regional, plurinacional e intercultural” deberían haber dado pie a una reflexión pública sobre qué es la nacionalidad chilena. Sin embargo, hasta el momento pareciera ser que se da por sobre entendido tal definición, como si todos aquellos que han apelado a él tuvieran la misma idea en mente, cuando en la práctica no solo se ha utilizado de manera distinta, sino que también se han abstenido de dotar de un contenido cultural a tal idea.

Desde la historiografía existen variadas formas de entender la nacionalidad, algunas de las cuales, a primera vista, se perciben incluso como contradictorias. Comúnmente, esta distinción se da entre sus formas cívica y genealógica. La primera comienza con la Revolución Francesa y su Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), donde se la define como “el principio de toda soberanía” (art. 3), equiparando la nación al pueblo. De este modo, la nación resulta ser la comunidad políticamente organizada en base a ideales republicanos, expresada en instituciones públicas, como en derechos civiles y políticos comunes al pueblo. La nación así entendida es una aspiración en permanente construcción que depende de la adhesión voluntaria de sus habitantes. Como diría Renan, es “el deseo claramente expresado de continuar la vida en común”, y, “en el porvenir; un mismo programa que realizar” (Renan, 1882), programa que se resume en una constitución.

Por otra parte, el romanticismo alemán inauguró una interpretación de la nación como un hecho natural basada en la presunción de pertenecer a una comunidad genealógica – o de origen – que usualmente se remonta a tiempos atávicos. Se expresa en una lengua, un territorio ocupado ancestralmente, y el auto-reconocimiento de distintos grupos tribales como miembros de un pueblo común, lo que Herder y Fichte describen como “raza”. Para ambos, la combinación de éstos crea el “espíritu del pueblo” (volkgeist), o, en lenguaje académico más actual, sus elementos étnico-simbólicos (Smith, 2004). El romanticismo defiende que cada cultura nacional es digna de ser preservada, ya que refleja formas particulares de concebir “lo verdadero y lo hermoso, lo noble y lo innoble, lo correcto y lo incorrecto, el deber, el pecado, el bien último” (Berlin, 1994, p. 230). Si lo ético y lo estético son conceptos relativos a cada nación, el Estado debe adoptar un nuevo rol, el de ser la expresión pública de ellas, garantizando su autonomía y autodeterminación.

Es un lugar común concebir ambas corrientes como fenómenos antagónicos e irreconciliables. En Latinoamérica esto se conjuga con un énfasis en interpretar las naciones desde una perspectiva eminentemente cívica, debido al legado revolucionario de los movimientos independentistas del siglo XIX y al carácter multi-étnico de los países de la región. Hobsbawm llegó a afirmar que Latinoamérica ha sido “prácticamente inmune al nacionalismo étnico-cultural” (citado en: Goebel, 2009), mientras que en un plano local, Mario Góngora argumentaba que “el Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Estado que la ha configurado durante los siglos XIX y XX” (Góngora, 2010, p. 59). Para estas interpretaciones, es el Estado el que crea la nación y sus tradiciones, y no viceversa.

La discusión actual pareciera guiarse por este marco conceptual dicotómico. Para muchos convencionales Chile se limita a ser una realidad política, la cual – desde una perspectiva optimista – refleja en la naciente constitución la posibilidad de articular un proyecto colectivo que extienda la vida en común hacia el futuro. El pueblo chileno se omite, o si se le considera, se difumina al ver en él un sujeto de derechos más que una realidad cultural. Por el contrario, los diez pueblos originarios participantes en la Convención parecieran ser los únicos dotados de un contenido cultural propio digno de ser preservado. Los elementos románticos clásicos de lengua, territorio, origen “pre-estatal” y “espíritu” son exclusivo de ellos, justificando de esta manera su demanda por cuotas de autonomía judicial, de autodeterminación política y administrativa en el Estado resultante tras este nuevo pacto constitucional. Los riesgos que conlleva esta dualidad son palpables, ya que junto con desconocer una característica hasta hace poco celebrada en el país – su unidad, que vinculaba al pueblo chileno de Arica a Punta Arenas en formas culturales y de sociabilidad relativamente comunes – también divide y fragmenta al país en comunidades políticamente distintas. En su versión extrema, el ideal republicano de unir en la igualdad ante la ley y las instituciones públicas se vería desdibujado por un mosaico de territorios, como de autonomías regionales y comunales cuyo alcance y contenido aún se está dilucidando.

En la historiografía reciente se vislumbran alternativas para atenuar estos riesgos. Algunos estudios sugieren que los Estados más estables en Occidente han sido los que han logrado complementar en un discurso suficientemente armónico y coherente aspectos étnico-simbólicos con cívicos, logrando mayores niveles de adhesión al poder público y solidaridad entre sus habitantes, como el caso de las polis griegas o incluso imperios universales como el romano en la Antigüedad (Gat & Yakobson, 2014). De manera similar, pero en contextos contemporáneos, se ha propuesto que ciertos discursos nacionalistas han logrado ser socialmente integradores al tiempo que políticamente democratizantes, siendo lo suficientemente amplios para abarcar a personas de diversos orígenes étnicos (Calhoun, 2007). En contrapartida, se sugiere que cuando se ha intentado prescindir de elementos culturales, para enfatizar aspectos cosmopolitas o universalistas, se ha fallado en generar una identidad que disminuya las brechas entre las diversas etnias, como ocurre en ciertos países de Europa Occidental y Estados Unidos. En Chile – con mayor o menor éxito y sin desconocer sus falencias y omisiones – se intentó esta iniciativa, particularmente a mediados del siglo XX con un discurso basado en su origen mestizo-popular (con sus arquetipos del roto y el huaso), un estado reformista socialmente protector y económicamente desarrollista (Barr-Melej, 2001; Rinke, 2002).

En el pasado, nuevos pactos políticos como la Constitución de 1925 fueron complementados con amplias reflexiones públicas sobre cómo entender la nacionalidad chilena, donde participaron actores políticos, intelectuales y educacionales. Hoy en día se debería replicar ese esfuerzo, aunque sin tratar de imitar sus resultados, ya que propendieron muchas veces a invisibilizar y marginalizar el aporte de los elementos indígenas (Crow, 2013; Earle, 2007; Mallon, 2002).

Resulta pertinente recalcar que la identidad no es un fenómeno mutuamente excluyente, ni la adhesión a una nación requiere abandonar o subordinar otras identidades religiosas, regionales o étnicas particulares. No por ser magallánico, porteño, católico, protestante o descendiente de un pueblo originario se es menos chileno, por el contrario, esta diversidad enriquece el patrimonio cultural del país. Pero para ello, es necesario actualizar la concepción de nacionalidad buscando categorías comunes que sean socialmente integradoras, que fomenten la movilidad social, que reconozcan y celebren el aporte de las diversas comunidades a este proyecto colectivo llamado Chile. Un proyecto que no se agota en la Carta Magna ni en la República, un proyecto que debe incluir y considerar al pueblo común y mayoritario que también posee una cultura digna de ser preservada y enseñada. Una identidad cultural que, a fin de cuentas, fomente esta gran solidaridad o esta “comunidad de sacrificios” que constituye la nación y a la que también apelaba Renan. De no intentar este ejercicio, la constitución resultante puede que termine por fragmentar al país más que ser un factor al cual todos se puedan aglutinar.

Referencias

Barr-Melej, P. (2001). Reforming Chile. Cultural Politics, nationalism and the rise of the middle class. University of North Carolina.

Berlin, I. (1994). La Declinación de las Ideas Utópicas de Occidente. Estudios Públicos, 53.

Calhoun, C. (2007). Nations Matters. Culture, History and the Cosmopolitan Dream. Routledge.

Crow, J. (2013). The Mapuche in Modern Chile. A Cultural History. University Press of Florida.

Earle, R. (2007). The Return of the Native. Indians and Myth-Making in Spanish America, 1810-1930. Duke University Press.

Gat, A., & Yakobson, A. (2014). Naciones. Una nueva historia del nacionalismo. Crítica.

Goebel, M. (2009). Globalization and Nationalism in Latin America, c. 1750-1950. New Global Studies, 3(3).

Góngora, M. (2010). Ensayo Histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (9th ed.). Editorial Universitaria.

Mallon, F. E. (2002). Decoding the Parchments of the Latin American Nation-States: Peru, Mexico and Chile in comparative perspective. In Studies in the formation of the nation state in Latin America. Institute of Latin American Studies.

Renan, E. (1882, March 11). ¿Qué es una Nación?

Rinke, S. (2002). Cultura de Masas: Reforma y Nacionalismo 1910-1931. DIBAM.

Smith, A. (2004). Nacionalismo. Alianza Editorial.

Autor

Publicaciones Relacionadas