La levadura de nuestra cerveza

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Escrito por Marcelo Araya Aravena

Publicado en 16 diciembre, 2021

Ingredientes de la rinconada de Limache

Una característica propia del clima mediterráneo es la densidad que se percibe en el espacio cuando las micropartículas de polvo flotan en el aire iluminadas por el sol. Limache, un pueblo ubicado en el centro de la zona con este tipo de clima en Chile, se encuentra al inicio de una rinconada separada del Valle Central de Quillota y Santiago, cercano a la costa; es el terruño de la cerveza. Su paisaje está plagado de aromáticos árboles nativos: boldos, arrayanes, peumos y molles, especies esclerófilas típicas de las quebradas de la cordillera más antigua del país.

En las laderas de sus cerros hay cientos de hierbas fragantes y medicinales como el amargo ajenjo, usado para limpiar las impurezas del estómago. Antiguamente se obligaba a los niños a tomar tres tragos de agua de ajenjo en ayunas para Semana Santa. Dicen que en Limache los niños guardaban dulces a escondidas para llenarse la boca después de que sus padres les administraran el áspero líquido, aplacando con urgencia el horrible sabor.

Lo dulce y lo amargo reunidos en la niñez como un acto de desobediencia, se juntan en la cerveza por el solo placer de hacer dialogar dos extremos de un mismo hilo. Limache es la zona elegida para desarrollar este vínculo entre bondad y malicia.

Este juego de sabores ya estaba presente en el país a través del consumo de chicha dulce, que nace en la vendimia entre los meses de marzo y abril pero no se bebe hasta iniciada la primavera a propósito de fiestas patrias, cuando ya no es tan dulce ni fresca, sino que pasa a ser un caldo más cercano al sabor de los taninos del vino. En fin, esta fue la bebida por excelencia del pueblo chileno en su consumo diario, y con ella tuvo que competir la cerveza a fines del siglo XIX y principios del XX, cuando nace la Compañía de Cervecerías Unidas (CCU). Y ganó. Ahora la chicha de uva se bebe solo en contadas excepciones, y la cerveza –ese suave líquido levemente alcohólico, algo dulce y espumado, con su característico aroma y sabor a hierbas amargas como el ajenjo, el natre o el lúpulo–, alcanzó un lugar protagónico.

Limache, en el centro de la Cordillera de la Costa, al igual que el valle del río Senne en Bruselas dio origen a la cerveza en el mundo –a la Lambic, cerveza vernácula europea–, produce la fermentación natural de los caldos de cebada, pues en ambos casos no se requiere de levadura como ingrediente. La bacteria de la levadura está en la atmósfera, en cada plaza, en cada casa y en cada bodega. Así nuestro valle de Limache, con su estero y su rinconada enfrentando el sol de la tarde, con las montañas de Colliguay al fondo, el cordón de San Pedro hacia el norte y los cerros de Quilpué hacia el sur, tiene su aroma y sabor particular: el gusto lejano del mar, las colonias de árboles nativos, las aguas subterráneas. Todos estos elementos, sumados a la quemazón de diciembre y la escarcha de junio, son la levadura de nuestra cerveza, por ello se agruparon en este lugar las industrias cerveceras del país.

Los ingredientes traídos de otras latitudes y meridianos en unidades separadas, fueron reunidos aquí bajo la receta custodiada en la memoria de los maestros cerveceros europeos. Ellos transportaron sus semillas en los bolsillos, y la tierra y el agua les otorgaron nuevas características a su germinación: aparecieron otras cebadas, otros amargores. Tras juntarlos de nuevo lograron una bebida casi teletransportada al pequeño valle perdido. Así nace nuestra Lambic. Malteada, molida, macerada en la fábrica, pero fermentada por las condiciones territoriales de esta rinconada.

El edificio de la CCU de Limache, de seis o siete pisos con sus ductos de colores, torres, veletas y chimeneas, fondos de cobre y tambores giratorios, terraplenes y toboganes helicoidales, son solo la parte visible del proceso. Hay que mirar el total: las napas subterráneas unidas a través de pozos a la usina, el aire sofocante del verano con pequeñas partículas de tierra y semillas arremolinadas, la humedad de la tarde con diminutas dosis de sal decantando desde el mar hacia el interior, los aromas de los bosques de hoja dura, las pociones ultra diluidas de las yerbas medicinales que alfombran las laderas de los cerros… Todo esto y su gente, los Lima Che o gente de Lima, los de la quebrada de los Alvarado, los de la quebrada de los Escobares, los de Lliu Lliu… También los conventos, las casas de adobe de fachada corrida, la calle regada, el escondite vacacional de porteños y viñamarinas, las cuarenta horas de procesión a la Virgen, el canal Waddington que no alcanzó a llegar a Valparaíso, la línea del tren a Santiago, Quilpué, Villa Alemana, Peñablanca, el Niño Dios de las Palmas, la cuesta La Dormida, los manchones de palmas chilenas, el Rosario de piedras tacitas desde Las Cenizas a Catapilco donde se hacían rituales desconocidos, el pelícano sagrado de Quillota que apaciguó la sed de sus crías con su propia sangre, los muertos de Queronque… Cada uno de estos innumerables hechos son un pequeño condimento que subyace a los ingredientes de la maceración y fermentación del gran caldo de la cerveza limachina. Un poco de lúpulo, dos semanas de reposo en botellas oscuras y a disfrutarla.

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