En el mundo contemporáneo para que ciudadanas y ciudadanos se desarrollen en plenitud es fundamental que el Estado y su poder soberano se dividan, de manera que existan mecanismos de contrapeso y control. Este planteamiento, hoy poco recordado, se dio a conocer en El Espíritu de las Leyes hace mas de doscientos setenta años por el francés Montesquieu. Dicha teoría no es absolutamente original, ya que varios siglos antes, Aristóteles había planteado que la concentración del poder deviene en tiranía. Para el griego, el gobierno ideal debe desplegarse en tres líneas: poder deliberante, vale decir, poder legislativo, la gestión administrativa al segundo y tercero, la justicia desempeñada por magistrados independientes o bien elegido o seleccionados. Obviamente que citar la división de los poderes no recuerda al filósofo griego, sino que, al francés, quien tuvo el acierto de explicarla de forma más clara.
La división de los poderes como doctrina no es perfecta, pero ha sido expuesta en profusión, claridad y rigor como la óptima forma de organización política. No hay democracia sin división de poderes, actuar de acuerdo con lo que la sociedad establece en sus marcos normativos, no es solo una cuestión de principios políticos, sino también una exigencia del sistema social democrático.
La idea legitimadora de la separación de los poderes conlleva una interrogante muy actual: ¿dividir el poder en beneficio de qué? En primer lugar, porque es el ideal de la democracia, ya que sirve al desarrollo del proyecto de autogobierno; en segundo lugar, por la capacidad de instalar profesionales en la gestión del Estado, vale decir, la democracia seguirá siendo puramente simbólica si los tribunales y las burocracias no pueden efectuar sus tareas de un modo absolutamente imparcial.
La división de los poderes exige a la sociedad actual disponer básicamente de sistemas judiciales y burocracias profesionales, aunque en el primero ha sido más exitoso por su naturaleza, lo que no se puede afirmar de las burocracias. Se debe reformar el control que tienen sobre el aparato administrativo, tanto el ejecutivo y el legislativo, ya que a lo largo de la historia se generó un estilo de gobierno democrático excesivamente politizado, lo cual rebaja su eficiencia y genera tensiones entre los poderes. No es iluso pensar en la burocracia por si sola como un poder que permita mantener las políticas y visiones de estado de largo aliento.
En este sentido, Chile resulta ser un caso interesante de mirar, tanto por su trayectoria histórica, como por el desenvolvimiento de las burocracias en la gestión del Estado. Los estudios del investigador Patricio Silva al respecto son bastante iluminadores, poniendo en cuestión la tesis más tradicional sobre la excesiva relevancia que los partidos políticos han tenido en la casi “monopolización” de la acción política, corroborando que para el caso chileno, ha coexistido una temprana tecnocracia y burocracia que han participado en importantes hitos de la tradición política nacional contemporánea.
Si bien, por momentos esta tradición burocrática y tecnocrática fue fruto de discursos anti-partidistas, ha sido también un eje modernizador importante. De esta manera nos encontramos con un primer incentivo al rol de estos actores bajo el mandato de Arturo Alessandri, intensificado luego en el primer mandato de Ibáñez desde fines de los años 20 y que se coronará con las iniciativas emprendidas por el Frente Popular y la CORFO en la década de los 40.
Los años 60 y 70, justamente alcanzará un nuevo hito en el periodo que algunos historiadores como Mario Góngora llamaron el de las “planificaciones globales” dejando en claro, que las actividades que implicaban la tecnificación de diversas áreas eran fundamentales (Reforma agraria, ODEPLAN, etc.) para avanzar en la solución de los problemas políticos, sociales y económicos. Los años 80 en medio de la Dictadura, pero bajo otro modelo de desarrollo la tecnocracia alcanzará otro nivel de avance, aunque en este caso implicó la decadencia casi completa de la burocracia estatal. Con el retorno de la democracia, los años 90 tendrán que rearticular el aparato estatal y nuevamente serán muy relevantes los tecnócratas quienes serán los encargados de implementar nuevos programas y planes, para un Chile que debía atender problemas profundos que se habían abandonado en el periodo precedente, como la extrema pobreza, la educación, entre otros. Se debe agregar acá, que en general la distinción entre tecnocracia y burocracia ha sido más bien difusa, aunque fundamentalmente se ha buscado diferenciarles por la función y nivel técnico que posee cada uno. También, muchas veces, especialmente para el caso latinoamericano, el burócrata resulta ser muchas veces un escollo para el tecnócrata, cuando se asocia al trabajo estatal. Sin embargo, al menos para el caso chileno, el peso de los procesos modernizadores estuvo estrechamente vinculados al rol del tecnócrata y la función burocrática que impulso el propio Estado. Su vínculo -el de la gestión tecnocrática y la función burocrática- se rompe tras el Golpe de Estado, estereotipando al burócrata y sobredimensionando el rol del tecnócrata, quien termina siendo el planificador en la trastienda política o el gurú de las soluciones: lo que antes hicieron los Chicagos Boys, luego lo hará el MIT gang.
Es evidente, por tanto, que ni los tecnócratas son una amenaza a la política, por el contrario, han ayudado a avanzar en el desarrollo político de Chile desde hace década, ni la burocracia es innecesaria. Esta última, es la que con mayores capacidades puede ser fundamental para mejorar la gestión del Estado y ayudar a concretizar políticas públicas con mayor eficiencia, lo que no debiese implicar necesariamente una despolitización, sino que se podría transformar en una verdadera herramienta para que las políticas públicas lleguen a la ciudadanía -esta bastante estudiada la función mediatizadora que poseen- además de ayudar con mas transparencia y fiscalización, en la medida que esta burocracia alcance mayores grados de formación.
Chile requiere burocracias más profesionales, ya que un reclutamiento meritocrático y profesional, augura una disminución significativa de la corrupción en comparación con los países que se sostienen en equipos humanos menos especializados y más propensos a una politización extrema.