¿Salvar o destruir a los clásicos?

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Publicado en 1 octubre, 2021

El dos de mayo pasado, el profesor e historiador del Imperio romano de la Universidad de Princeton, Dan-el Padilla Peralta, afirmaba en un artículo para el New York Times que los clásicos deben reformarse radicalmente o, de lo contrario, desaparecer de una buena vez. Para él, como para muchos de sus colegas, la manera en que se ha enseñado y discutido a los clásicos desde el siglo XVIII – centrados en griegos y romanos en desmedro de otras culturas – se encuentra irreparablemente contaminada con los ideales supremacistas y eurocentristas de una pequeña y ultra-conservadora élite blanca, la cual ha usado una y otra vez los testimonios del pasado grecorromano como herramientas en el control y dominación de géneros, minorías, culturas y pueblos juzgados inferiores y subordinados. Los clásicos, y por lo tanto sus académicos, serían activos y pasivos colaboradores en un sistema cuyo final es ahora próximo e inevitable, donde la pregunta sería, entonces, cuánto de ellos podrá sobrevivir a este radical cambio de paradigma.

Las palabras de Padilla han provocado un terremoto en la sociedad americana y, paulatinamente, en el conjunto de los países con herencia occidental. ¿Son los clásicos y sus estudiosos “parte del problema”? Peralta Padilla es aún más enfático, señalando que esta tradición debe “ser bajada de su pedestal”, tal como ha ocurrido en plazas públicas de todo el mundo, con los íconos que encarnarían el status quo “ajusticiados” y arrojados al olvido, como lo fueron en el pasado ídolos paganos y emperadores de un mundo considerado como acabado e intolerable.

Varias voces, sin embargo, han buscado aminorar o discutir los preceptos de Padilla, entre ellos el historiador norteamericano Victor Davis Hanson. En un artículo publicado en New Criterion elpasado septiembre, este se opone decididamente al historiador de origen dominicano: “El estudio de la antigüedad clásica – señala – es una labor humana holística que trasciende las categorías de “raza” o “género”, un hecho que tienden a olvidar aquellos egoístas indiferentes a su disciplina o quienes promueven el ‘final’ de algo que nunca entendieron en primer lugar”. Davis Hanson, co-autor hace ya 20 años del famoso libro “¿Quién mató a Homero?”, ha llegado desde hace un tiempo a un diagnóstico similar al de Peralta Padilla, pero con una solución diametralmente opuesta. Más que emprender una cirugía invasiva, purgatoria y de alto riesgo vital, la respuesta, muy por el contrario, es abandonar lo que considera como “modas políticas” o “maquillajes postmodernos” y recuperar la lectura y reflexión en torno a griegos y romanos como pilares de los valores y principios de la cultura occidental. En este sentido, acusar a los clásicos y su herencia de racista, esclavista u opresora, sería deformar acotados aspectos del mundo clásico y, más aún, confundir lo que es una eventual instrumentalización moderna del pasado clásico con una mucho más extensa y compleja realidad histórica. Si bien estas críticas contra el estudio de los clásicos no son para nada originales, lo que sí es preocupante – declara Davis Hanson – es que esta nueva oleada de críticos e iconoclastas provienen del interior mismo de la disciplina que se buscaría erradicar, a modo de parricidio.

La agudeza y gravedad del debate entre Peralta Padilla y Davis Hanson tiene una especial importancia para la actualidad política chilena. En los vertiginosos y plurivalentes “presentes” que se acoplan para darle sentido a nuestra nueva idea de país y Estado, la pregunta sobre qué hacer con el estudio de los clásicos permanece alarmantemente distante y difusa. ¿Debiese el estudio de los clásicos y su academia abandonar Chile, junto a los paradigmas sociales pigmentocráticos, la subyugación a los principios eurocéntricos del poder y las jerarquías patriarcales que los conquistadores trajeron consigo y que “los clásicos” parecen haber incentivado y perpetuado? ¿Debemos entonces tumbar la estatua togada de Diego Portales en la Plaza de la Constitución o fundir a la recientemente recuperada estatua de “La República” personificada? O quizás debamos hacer oídos sordos a estas querellas y confiar, como tantas otras veces en el pasado, en la aparente verdad infalible y perpetua de Homero, Aristóteles, Tucídides o Cicerón, acusando de “bárbaro” a quien se interponga.

Quizás sería más beneficioso preguntarnos aquí si han logrado los clásicos hacerse oír en el clima político actual, o si, por el contrario, el academicismo y anquilosamiento que Davis Hanson alerta, unidos a lo que el historiador François Hartog llamaba nuestra peligrosa obsesión actual con el presente y el instante, han terminado por hacer de estos en Chile un sinónimo de “lo antiguo” y, en consecuencia, de todo aquello anecdótico, limítrofe y superfluo que deberá desaparecer con el antiguo orden, la antigua constitución. Al respecto, la clasicista inglesa Mary Beard tomó hace años lo que podría ser una posición intermedia: reconociendo lo que parece más bien un “lugar común” en vaticinar la decadencia y fin de los clásicos y sus enseñanzas, Beard advierte que, en última instancia, sería justamente nuestra urgencia por interpelarlos, recriminarlos y hasta desterrarlos al olvido aquello que los ha hecho y los hará una parte integral de lo que compone nuestro universo político. Pero si ella ha dado en el clavo ¿qué hacer en concreto? Cabe preguntarse entonces qué estamos haciendo los clasicistas para llevar a la práctica estas intuiciones primordiales y hacerlas partes de la polis y la Res publica: ¿Por qué no acudir a  las millones de inscripciones sobre mujeres, esclavas, infantes y tantos otros agentes históricos del pasado considerados antes “secundarios” y que podrían fácilmente hacerse oír como miles de voces personales, trascendentes y actuales? ¿Por qué no recurrir a los arqueólogos e historiadores del arte, cuyas inquietudes sobre el espacio, la expresión artística del ámbito político y los usos y re-usos de los objetos en materiales aparentemente tan vanos como arcilla o terracota abrirían una discusión palpable sobre cómo resignificar y reorganizar nuestro espacio cívico? Las ruinas clásicas, pensaríamos, testimonian destrucción y pérdida. Y, sin embargo, es esta misma cualidad de inacabadas, de trauma, lo que nos fascina y aqueja a la vez, buscando con el espíritu impasible intuirlos, completarlos o reimaginarlos. Si los clásicos y su academia aspiramos a seguir presentes en el Chile de las décadas venideras, debemos con apremio tomar todos estos diagnósticos y reconocer, esta vez sin excusas, la necesidad imperiosa de acudir a nuevas voces y documentos. Estos se encuentran hoy digitalizados, accesibles y hasta gratuitos, ayudándonos a hacer de la interpelación siempre actual hacia la interminable ruina de los clásicos un verdadero diálogo con el presente, empoderando a ciudadanos y comunidades al ofrecer, en el difuso y abrupto instante político, mayor claridad, lucidez y sentido.

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