La lucha por un trabajo digno y estable: Fragmentos de una historia del desempleo

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Publicado en 19 abril, 2021

Un antiguo dirigente recordaba, que en los campamentos del cobre, «el gringo daba un grito, y el trabajador quedaba tiritando». Este abuso de autoridad refleja la profunda desigualdad que definía las relaciones laborales en el Chile de mediados del siglo XX, un exceso de poder que se expresaba en el maltrato diario, las continuas infracciones a la legislación social y, sobre todo, el derecho del patrón a despedir al trabajador sin tener que esgrimir razón alguna.

Fotografía: “Colección Museo Histórico Nacional”, Miguel Rubio Feliz, “Operaria de Yarur”, 1978. 

Los ciclos económicos, pero también la falta de protección legal, las dificultades de fiscalizar el cumplimiento de los derechos laborales, y el enorme poder de los empresarios dejaron a muchas personas sin trabajo. En un país sin un sistema de seguridad social comprehensivo y con escasas posibilidades de ahorro, los períodos de cesantía se manifestaban en las visitas a las casas de empeños, donde se acumulaba la ropa de cama, las máquinas de coser, y otros enseres básicos. Las familias se veían obligadas a un peregrinaje por instituciones de asistencia, beneficencia social, y caridad. La cesantía traía consigo no solo dificultades económicas, sino también la pérdida de una forma de vida y de un espacio de sociabilidad y participación. Al ser despedida arbitrariamente de una fábrica textil, Laura, obrera y dirigente sindical en la década de 1960, recuerda «sufrí mucho, porque justo cuando me despidieron estaba embarazada. Entonces la cuestión del pleito, del comparendo, abogado, la pila de trámites (…)». A pesar de haber recibido una indemnización, la pérdida era más que económica, «yo sentía que valía mucho más; pero yo lo que quería era reintegrarme a la fábrica».

El desempleo y la cesantía no son solo capítulos de una historia económica o términos que pueden ser resumidos en cifras y porcentajes, son también experiencias humanas. Durante las primeras décadas del siglo XX, Chile estableció un sistema legal para regular las relaciones entre capital y trabajo. Los derechos más emblemáticos incluían la sindicalización y la negociación colectiva, el descanso dominical, y la jornada de ocho horas. Sin embargo, esta legislación considerada una de las más modernas y avanzadas del continente, no garantizaba la estabilidad laboral, tampoco entregaba los recursos materiales para sobrevivir durante períodos de cesantía. En el caso de los obreros, quienes constituían la gran mayoría de los trabajadores asalariados, el empleador, estipulaba el artículo 10 del Código del Trabajo de 1931 (artículo vigente hasta 1966), podía poner fin al contrato «cuando lo estime conveniente» con la sola obligación de dar una indemnización equivalente a seis días de trabajo. 

Para el movimiento sindical, la estabilidad del contrato de trabajo y la indemnización por años de servicio se convirtieron en demandas fundamentales. Durante la crisis salitrera de 1921, los trabajadores de la oficina San Gregorio habían exigido un desahucio equivalente a quince días de salario, una pequeña suma que les permitiría movilizarse, alimentar a sus familias, y encontrar trabajo en otro lugar. La Casa Gibbs y el Estado respondieron con la violencia habitual de esos años. A comienzos de los años sesenta, la estabilidad laboral era aún privilegio de unos pocos, entre ellos los empleados públicos y del sector privado. También de algunos de los sectores más organizados de la clase obrera, cuyos sindicatos habían logrado incorporar el desahucio y la indemnización por años de servicio en sus contratos colectivos. Un derecho adquirido, fruto de huelgas y movilizaciones. En los tribunales del trabajo se acumulaban los casos de despidos, y los trámites, como recuerda Laura, consumían tiempo y recursos. Además, los patrones siempre podían recurrir a alguna de las causales de despido. En el caso de las personas que realizaban trabajos domésticos, la sola pérdida de confianza era causal de despido sin indemnización.  

En 1966, la Ley de Estabilidad Laboral (16.455) reconoció una de las demandas más importantes del movimiento sindical. La nueva ley estableció un sistema regulado de despido y un desahucio equivalente a 30 días de salario, declarando que  todo contrato después de seis meses era indefinido, y agilizó los trámites legales en los tribunales del trabajo. Los empresarios interpretaron la estabilidad laboral como una restricción a la libertad de decidir el funcionamiento de sus negocios, para ellos la estabilidad era sinónimo de inamovilidad y utilizaron todos los recursos para limitar el alcance de esta ley. En 1967, el Club de la Unión, por ejemplo, acudió a la Corte Suprema para no pagar indemnización a uno de sus garzones despedidos. Después del Golpe militar, una serie de decretos leyes cercenaron sus disposiciones hasta eliminarla completamente en 1981. El derecho a la estabilidad del trabajo fue reemplazado por la flexibilidad laboral. 

El trabajo no es solo un medio para ganarse el sustento diario, es también una forma de vida y socialización, un espacio de encuentro, donde se construyen identidades y propuestas de transformación social y política. Y es además una forma de acceso a otros derechos, entre ellos la seguridad social, el descanso, la salud, y el tiempo libre. Las historias y relatos de cesantes dan cuenta de la sensación de injusticia, abuso, y maltrato. Muchas veces, como señalaba uno de los grandes dirigentes del cobre, Manuel Ovalle, en 1961, los despidos eran justificados pero el problema radicaba en «la manera de hacerlo».

En estos tiempos de crisis generalizada, es importante volver a pensar cómo el trabajo, digno, libre, seguro y estable, es un derecho básico, y su protección una forma de construir una sociedad más justa y democrática.

¹ Esta columna está basada en su libro recientemente publicado, Fighting Unemployment in Twentieth-Century Chile (Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 2021).

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